viernes, 19 de febrero de 2010

El retorno:

Si algo necesitaba y le resultaba imprescindible era afecto. Esa feroz soledad impuesta, lejos de todos, había generado en él una fragilidad que únicamente podría ser curada por la ternura. Por ello en cuanto G. puso un pie sobre la tierra (sobre su territorio) fue sin descanzo en búsqueda de aquella fuente.

Llegado ese momento tomó conciencia de un sinfín de cosas, más antiguas que la enfermedad en si misma. El desmán había adquirido en los últimos tiempos un protagonismo extremo, gestando fuerzas ingobernables y en cierta forma esos germenes viciaron su mente y las acciones a tal extremo que provocaron el quiebre de su salud.
Pensaba en todo aquello, y sin embargo tampoco quería apurar las conclusiones. Mentalmente se decía: "No cerraré aquí mis certezas, pienso ir de a poco, ubicando las piezas de este rompecabezas en su justo lugar".

De no ser así tantos recuerdos podrían tejer nuevos laberintos, y precisamente de esa trampa pensaba definitivamente escapar. Partir hacia Parque Luro se le representaba como una isla donde descansar su cuerpo débil, reducto donde comunicarse intensamente con la esencialidad. Entendía por esencialidades aquellas cosas y seres que permaneciesen intáctos o dispuestos a reivindicarse. Todo lo que hubiese quedado por encima del lodo después de la feróz tormenta.

Aunque la tristeza y el rencor lo mantuvieran en un silencio forzoso, ya que le resultaba imposible decir alguna cosa con voz poética o en formato de ensayo, ya que no comprendía claramente el origen de todos sus males, las ideas no cristalizaban.

Recluído entonces en sus afectos, aquellos que la vida otorga como dones (los que están desde siempre y aún en la distancia) fue armándose del valor y poder de decisión necesarios como para abrir desde allí una nueva etapa de su vida. Tomaba lo ocurrido como un aprendizaje de peso, pleno y terrible como el amor mismo.

lunes, 15 de febrero de 2010

Descalzo en la terminal:

A tomar el bus lo acompaño Diego: tan solo él. Tomaron un micro de línea y se acomodaron en el asiento trasero, para poder desparramar cómodamente los bolsos y para estar más cerca a la hora de bajarlos. transitaron lentamente las calles entre la casa y la terminal de micros de Rosario. El transporte iba medio vacío, en una típica tarde de fin de semana. G. miraba por las ventanillas cómo se iban disipando aquellas cuadras arboladas entintadas en un paisaje plomizo. A medida que las calles se desdibujaban le decía adios a Fisherton, adios a las chicharras y a los perros desolados de aquel suburbio.

Subió al micro de larga distancia en cámara lenta, como si transportase piezas de porcelana.
Verdaderamente estaba débil y dolorido -en esas circunstancias, un viaje de más de ochocientos kilómetros no era lo más recomendable-. Sin embargo, en el fondo G. sentía un alivio. Sabía que al bajar del autobus pisaría ya su verdadero territorio: la casa de calle Cardiel. Aquel barrio de robles frondozos con el cercano murmullo del mar.

Durante el trayecto recurrió a sus consabidas dosis de magia: música y lectura. Las novelas de Henry Miller tenían muchas cosas que decirle. La totalidad de sus sentidos en la trama de Nexus, esa historia de búsquedas y contrariedades, de indómito espíritu afiebrado, creacional e indetenible.
Podía así permanecer largos momentos pensando, analizar el estilo literario, los geniales recursos, la frescura de la trama. Así pasaban las horas amablemente, cuando en el fondo la sangre bullía apasionadamente, al igual que con las pinturas de Vincent y Modigliani.

viernes, 12 de febrero de 2010

Ruido de Magia:

Llegando a la instancia final de su enfermedad y necesitando acercarse hasta el hospital de Rosario para los últimos chequeos medicos, fue recibido en casa de Diego, quien le cedió un pequeño cuarto de servicio en el que reposar.

Desde su camastro una y otra vez recorría con la mirada esa extraña biblioteca. Entonces pensó: Qué extraña pieza de relojería es la humanidad, hasta que punto puede llegar el arte de simular: hete aquí una enorme biblioteca de vanalidades. Quién la observe sin prestar atención a los detalles podría pensar que el nivel de instrucción de su dueño es amplio. Y sin embargo, da lo mismo estos libros amontonados que llenar los anaqueles con muñequitos de cerámica y flores de plástico, apenas se trata de un decorado.

No significaba esto un acto de ingratitud hacia las personas que lo hospedaban en aquel difícil trance de su enfermedad, simplemente que, siendo un lector apasionado no podía entender ese pésimo gusto literario.
Sin embargo, de aquella aparente anti-biblioteca surgiría una sorpresa en los minutos finales, previos a la definitiva partida de G. de la ciudad de Rosario.

Quizás el hecho de no poder dar crédito a tanta cantidad de libros sin valor intelectual alguno, tal vez a causa de su empecinamiento, G. seguía hurgando hasta lo imposible entre los anaqueles. Entonces descubrió algo insólito.
Siempre que se topaba con una biblioteca al visitar una casa, a continuación del primer vistazo, él practicaba el rito de pasar las yemas de sus dedos sobre el lomo de los ejemplares, con los ojos cerrados, sintiéndo la energía de los libros.
Podría decirse entonces, que en pleno ejercicio de esa acción, en aquel cuarto de la despedida y faltando apenas algunos instántes para tomar el micro hacia Mar del Plata, G. se topó inesperadamente con un Tratado de Magia Blanca.

¿Cómo no la había descubierto hasta entonces?. Dada el escazo tiempo que le quedaba apenas pudo hojear dicho libro, optando entonces por elegir una página al azar, leyó con avidez y allí decía lo siguiente: "Todas las enfermedades se producen por un desequilibrio entre cuerpo y espíritu, esto se dá como manifestación de una guerra interna, a la que de otra forma no se le prestaría la atención necesaria".

Con esta breve lectura G. partió de Rosario, sitio al que no regresaría jamás, ni siquiera en cartas ni tampoco en sus sueños.
No es que la lectura de esa página revelase algo inimaginado. No fue tampoco el hecho de que ese libro abriese una certeza inaudita. Más bien, lo significativo resultó entonces la forma de hallarlo (con los ojos cerrados y a fuerza de intuición) en medio de una colección absurda, justamente un tratado de magia blanca y en esos últimos minutos. Y que además hablase de enfermedad y desequilibrios emocionales.
Aquello era para él lo verdaderamente impresionante.

lunes, 8 de febrero de 2010

Un intento más osado:

Cuando G. dijo "me obligué a leer" estaba diciéndo hacerlo hasta quemar los ojos, en frenética lectura de horas y más horas (casi sin dormir) con el tríptico de Henry Miller quemándole las manos. Habló de Sexus, Plexus y Nexus.

Cuándo dijo "Dibujar" y "Pintar" con témperas y tinta china, hablaba de tres jornadas fuera del mundo material, un impulso nirvánico que lo envolvió en el único acto de expresarse al vaiven del movimiento de los pinceles y la búsqueda del color.
Abordando la obra de Amadeo Modigliani comenzo a percibir el influjo y la potencia de los colores cálidos en su mente.

Asi su alma lograba salir del rapto y se elevaba sobrevolando junto al sol de las tardes en laboriosas jornadas de pintura, sorprendiéndose a sí mismo en madrugadas plenas de felicidad.

Entonces su cuerpo deseó curarse, lo que significaba ir más allá de la enfermedad en si misma: ofrecer su piel a los días y al silencio de las horas, dejándolas transcurrir entre esos lápices, temperas y lecturas. Seguía entregado a su suerte, pero armándose de las fuerzas necesarias para retornar a su ciudad, lo que significaban mas de ochocientos kilómetros de viaje.

domingo, 7 de febrero de 2010

La mirada de Vincent:

Fue entonces cuando salió al sol, arrastrando sus cobijas hacia el patio de la casa. Las extendió sobre el cesped -al que hacía ya un tiempo considerable que no se lo cortaba- sentándose sobre sus frazadas, las que utilizó entonces como a una alfombra. Tomó así conciencia que hacía un mes que no salía a la intemperie.

Extendiéndo de a poco sus articulaciones, mirando las efímeras formas de las nubes flotando en un cielo celeste licuado, tomando en sus manos un libro fue generando la tranquilidad necesaria como para concentrarse en él. En primera instancia se obligó al ejercicio de la lectura, pero apenas pasados unos minutos ya se sentía a gusto con el relato autobiográfico de Miller.

El paso siguiente fue ir hacia el modular del comedor en búsqueda de una enciclopedia temática de pintura sobre el movimiento impresionista. Fue así que surgió en G. una fuerza creciente y una fiebre transmutada en pasión.
Repentinamente fue por unos lápices y unas hojas blancas que había visto entre las pertenencias de Nino y entonces -aún sin conocimientos del oficio- comenzó a dibujar.
Eligió uno de los autorretratos de Vincent Van Gogh, aquel en que está rapado y lleva una medalla en su cuello. La fuerza de la imágen lo obsesionaba, la mirada angustiada pero a la vez poderosa del pintor holandes le transmitía un mensaje indudable: allí no había sumisión, sino un desafío al borde de lo razonable: era la mirada de un visionario.

Trabajó muchas horas con los lápices, tratando de obtener una versión medianamente digna de la obra, y en procura de esa finalidad perdió la noción del paso de las horas, reconcentrado en las líneas, los sombreados, las marcas del grafito sobre el papel...
Ya no estaba en Fisherton, ni sentía los dolores propios de la enfermedad. El aire y el tibio sol de fines de invierno acariciaban su rostro.

Cuando culminaba la tarde su dibujo estaba concluído.

sábado, 6 de febrero de 2010

La elección:

Y desde esa cama anclada a su suerte fue creciendo el odio. Primitivo y voraz, brotando de un cuerpo miserable y enfermo.
G. se sentía observado por cada una de las cucarachas que transitaban la casa, las que huían cuando él debilitado y amarillo se dirigía al baño a despedir ese orín aceitoso y oscuro, señal del mal en pleno proceso.

Odió la casa y su olor, el cuarto estrecho y esa soledad impuesta, ese abandono a su suerte del que nadie era en realidad culpable, pues le había sido asignado por el destino. Aunque de todas formas dolía.
Fue necesario que ese odio salvaje creciese más y más, hasta a no caber en su persona, conviertiéndose en un manojo de nervios y opresión tan grandes que apenas quedaban dos posibles salidas: estallar en la angustia o contrarestarla a fuerza de voluntad. Seguir el oscuro camino o estrechar los brazos en la calma.

Culpas compartidas:

G. estaba atravesando una zona de tensiones criminales y no se equivocaba al suponer que su enfermedad había germinado justamente a esa fricción mental y emocional. Un sopor concentrado lo tenía prisionero de sus sentidos.

R. más lejos que nunca había elegido un exilio que pusiera distancia entre él y todo lo que se había derrumbado.Sin embargo, poco tiempo después amanecería con extraños sintomas que le harían suponer que él tampoco escaparía a la enfermedad.Una urgente llamada telefónica a un médico amigo en Argentina comentándole cuáles eran sus síntomas hasta entonces, le devolvió la calma.
Sin embargo: ¿podría él escapar del desequilibrio espiritual?. ¿Estaba él redimido de toda culpa?.

¿Qué pasaba con Ana Inés?. En ella esta situación pesaba de otra manera. Estaba en Mar del plata, inmersa una vez más en el grupo Aragón. Profundamente disgustada con la decisión de R. quien la había dejado abandonada a su suerte y con una promesa incumplida.Estaba deprimida y rabiosa a la vez.

Los tres habían pasado por la peor de las crisis: el resquebrajamiento de sus propios Olimpos, aquel en que se resguardan las mayores ilusiones.

jueves, 4 de febrero de 2010

Vislumbrando una alternativa:

La enfermedad comenzó a crecer dentro de su cuerpo paralelamente a una espiral mental edificada día a día. De pronto, encontrarse en ese cuarto -que sería su prisión- lo llevó a enfrentarse a todo lo ocurrido, pero en una forma nueva, infinitamente potenciada ya que solamente restaba pensar y pensar a fin de comprenderlos desaciertos.

G. llegaba a intuír que aquella maquinaria emocional que lo habia unido y luego separado abruptamente de las personas a quienes más amaba había convertido su propia naturaleza en algo muy parecido a una olla de presión colocada sobre el fuego.
Así el destino lo condenaba ahora a esa enfermedad que lo postraría por un largo tiempo.
A la vez su mente lo condenaba al espiral en donde las caras, los hechos y las almas desfilarían constantemente como fantasmas.

No había podido jamás separar ambas erupciones: su incapacidad de movimiento resultaba paralela a la incapacidad de escribir en aquellas circunstancias, ya que el desorden de su organísmo era el desorden de sus ideas.
La debilidad de su espíritu era tanta como la debilidad fisica, su sangre y su ser se hallaban dispersos y contaminados. Y sin embargo, todo ese mosaico que formaban sus partes desorganizadas resultaban entonces un símbolo agónico que debía ser por él descifrado. Un símbolo unído al de otros seres a los que el destino también jugaría una dura pulseada.

Hay una imagen, recuerdo de la situación de estar atrapado en Fisherton luego de la estampida, que jamás se borraría de su mente: uno de los problemas a resolver era cómo alimentarse, pues durante la hepatitis debía seguir una dieta muy estricta, y en ese contexto Fisherton se volvía un problema a causa de la precariedad, los pocos puntos de abastecimiento existentes en el barrio y la falta de una heladera en la que conservar dichos alimentos.
Fue entonces que Nino le propuso a G. comprar un cajón de manzanas verdes en el mercado central.
Volvió con la compra realizada, la que seguramente debió transportar en el colectivo, lavó una por una las manzanas y las depositó como una ofrenda a los pies de su amigo. Luego desapareció. Té y manzanas pasó a ser la exclusiva dieta de G. por un largo tiempo.

En la soledad de la precaria vivienda, con el odioso canto de las chicharras durante los dias y el ahullido de los perros por las noches, sin hablar con nadie durante casi cuarenta días, sintió el rigor de aquella encrucijada macabra.
Pensó entonces que la enfermedad se había apoderado de su ser como un símbolo del rompecabezas en que su vida se había convertido, como una especie de alternativa final.
necesitaría mucho tiempo para distinguir las fuerzas que interactuaban entonces, en aquellos días cargados de inusitadas potencias enfrentadas.

Su enfermedad (lo sabría al vencerla) era más que un desequilibrio físico, tenía su origen en las tormentas por las que había cruzado tensionando en extremo sus nervios, era entonces una especie de alternativa final en la que todo se ponía en juego: o esas fuerzas desatadas lo vencían, o él las doblegaba (ésto como alternativa última). De lo contrario sobrevendría su fín.

miércoles, 3 de febrero de 2010

El desbande:

El tiempo preliminar hasta el comienzo de las cursadas en Rosario fue magnífico, la casa de Nino, las noches de bohemia en el Cairo bebiendo ginebras con limón, la fiesta de disfraces en la azotea de Diego (G. vestido de emperador romano), el viaje que realizaron los padres de Laura y Daniela hacia Europa que les permitió instalar todo el grupo en su casa.
Hubo días de comunidad hippie en el campo, con campamento y huerta, otra fiesta en lo de Omarcito, mientras su hermano nos divertía a todos practicando la caminata lunar de Michel jackson, a pesar de nuestras burlas. Todo parecía armónico: una nueva vida colmada de amigos ( quienes por otro lado ya habian visitado Parque Luro en ciertas oportunidades), nexo entre Rosario y Mardel propiciado por Nino.

Primeras visitas al cine club y la sede de teatro independiente, un concierto de M.I.A y muchísimas lecturas colectivas... elementos que hacían pensar a G. que no se había equivocado en la elección de su traslado, una ciudad con intenso movimiento cultural y noches en ebullición, en plena época de la trova rosarina.
Tan sólo llamaban su atención unos amenazadores graffities firmados por una supuesta "Liga de Moralidad" que inundaban las paredes del casco urbano, y que ellos atribuían al Opus Dei.
Los rosarinos se ponían serios cuando hablaban de las redadas policiales, prácticas que seguían vigentes muy a pesar de la primavera alfonsinista. Allí las redadas culminaban en el calabozo en averiguación de antecedentes.

A mediados de abril del '85 comenzaron las cursadas en la facultad. Para ese entonces G. y Nino se habían mudado a Fisherton en las proximidades del aeropuerto, lo que significaba un viaje en colectivo de línea de más de media hora rodeando el anillo suburbano, atravesando pauperrimas villas de emergencia, imágenes de constrastante pobreza que incluía a familias Tobas desplazadas de la historia desde tiempos inmemoriales.
Rosario se le develaba entonces como una postal cosmopolita que incluía en su periferia esos arrabales desolados.
Cuándo Nino le habló a G. de la posibilidad de ir a vivir a casa de uno de sus tíos, reciéntemente fallecido, éste creyó que era un buen plan. Al conocer la casa se preocupó un tanto: lo primero que causó impresión en él fue el potente canto de las chicharras, algo así como una legión de carpinteros cepillando tablas con una lija eléctrica.
Otra cosa que lo alarmó fueron los incontables bichos bolita que se afanaban en trepar las paredes y las oscuras cucarachas que por la noche invadían la casa a pesar de los sistemáticos intentos de fulminarlas. El clima húmedo y caluroso de la región, la vivienda rodeada de árboles, sumadas a la humildad de las habitaciones poco contribuían a una posible mejora. Los mosquitos hacían el resto en aquel delicioso paraje.

Comenzaron blanqueando las paredes, desinfectando los dormitorios, comprando una garrafa y suficiente mercadería como para poder vivir allí. No había heladera, el barrio era un suburbio de pequeñas casitas delimitadas por alambrados perimetrales, calles de tierra y veredas con yuyos. Por las noches un concierto de perros ahullantes y una tenue luz bamboleandose en las esquinas, siempre y cuando los muchachitos no hallan practicado puntería con sus gomeras destruyendo los focos.

Fue en forma repentina que llegó la enfermedad: G. ni siquiera había cursado un mes de su carrera universitaria y poco a poco fue quedando aislado en aquella precaria casita de Fisherton.
Con la incomodidad reinante Nino empezó a pasar largos tiempos en su casa familiar. De momento el sitio se estaba perfilando como un reducto donde caían a descontrolar los fines de semana el hermano de Nino y sus amistades.
Allí G. descubrió que tenía hepatitis, y que esta era imparable, ya su cuerpo contaminado daba muestras ello. La novedad condujo a un inmediato desbande... y la cuarentena lo dejó solo.