A tomar el bus lo acompaño Diego: tan solo él. Tomaron un micro de línea y se acomodaron en el asiento trasero, para poder desparramar cómodamente los bolsos y para estar más cerca a la hora de bajarlos. transitaron lentamente las calles entre la casa y la terminal de micros de Rosario. El transporte iba medio vacío, en una típica tarde de fin de semana. G. miraba por las ventanillas cómo se iban disipando aquellas cuadras arboladas entintadas en un paisaje plomizo. A medida que las calles se desdibujaban le decía adios a Fisherton, adios a las chicharras y a los perros desolados de aquel suburbio.
Subió al micro de larga distancia en cámara lenta, como si transportase piezas de porcelana.
Verdaderamente estaba débil y dolorido -en esas circunstancias, un viaje de más de ochocientos kilómetros no era lo más recomendable-. Sin embargo, en el fondo G. sentía un alivio. Sabía que al bajar del autobus pisaría ya su verdadero territorio: la casa de calle Cardiel. Aquel barrio de robles frondozos con el cercano murmullo del mar.
Durante el trayecto recurrió a sus consabidas dosis de magia: música y lectura. Las novelas de Henry Miller tenían muchas cosas que decirle. La totalidad de sus sentidos en la trama de Nexus, esa historia de búsquedas y contrariedades, de indómito espíritu afiebrado, creacional e indetenible.
Podía así permanecer largos momentos pensando, analizar el estilo literario, los geniales recursos, la frescura de la trama. Así pasaban las horas amablemente, cuando en el fondo la sangre bullía apasionadamente, al igual que con las pinturas de Vincent y Modigliani.
lunes, 15 de febrero de 2010
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