miércoles, 3 de febrero de 2010

El desbande:

El tiempo preliminar hasta el comienzo de las cursadas en Rosario fue magnífico, la casa de Nino, las noches de bohemia en el Cairo bebiendo ginebras con limón, la fiesta de disfraces en la azotea de Diego (G. vestido de emperador romano), el viaje que realizaron los padres de Laura y Daniela hacia Europa que les permitió instalar todo el grupo en su casa.
Hubo días de comunidad hippie en el campo, con campamento y huerta, otra fiesta en lo de Omarcito, mientras su hermano nos divertía a todos practicando la caminata lunar de Michel jackson, a pesar de nuestras burlas. Todo parecía armónico: una nueva vida colmada de amigos ( quienes por otro lado ya habian visitado Parque Luro en ciertas oportunidades), nexo entre Rosario y Mardel propiciado por Nino.

Primeras visitas al cine club y la sede de teatro independiente, un concierto de M.I.A y muchísimas lecturas colectivas... elementos que hacían pensar a G. que no se había equivocado en la elección de su traslado, una ciudad con intenso movimiento cultural y noches en ebullición, en plena época de la trova rosarina.
Tan sólo llamaban su atención unos amenazadores graffities firmados por una supuesta "Liga de Moralidad" que inundaban las paredes del casco urbano, y que ellos atribuían al Opus Dei.
Los rosarinos se ponían serios cuando hablaban de las redadas policiales, prácticas que seguían vigentes muy a pesar de la primavera alfonsinista. Allí las redadas culminaban en el calabozo en averiguación de antecedentes.

A mediados de abril del '85 comenzaron las cursadas en la facultad. Para ese entonces G. y Nino se habían mudado a Fisherton en las proximidades del aeropuerto, lo que significaba un viaje en colectivo de línea de más de media hora rodeando el anillo suburbano, atravesando pauperrimas villas de emergencia, imágenes de constrastante pobreza que incluía a familias Tobas desplazadas de la historia desde tiempos inmemoriales.
Rosario se le develaba entonces como una postal cosmopolita que incluía en su periferia esos arrabales desolados.
Cuándo Nino le habló a G. de la posibilidad de ir a vivir a casa de uno de sus tíos, reciéntemente fallecido, éste creyó que era un buen plan. Al conocer la casa se preocupó un tanto: lo primero que causó impresión en él fue el potente canto de las chicharras, algo así como una legión de carpinteros cepillando tablas con una lija eléctrica.
Otra cosa que lo alarmó fueron los incontables bichos bolita que se afanaban en trepar las paredes y las oscuras cucarachas que por la noche invadían la casa a pesar de los sistemáticos intentos de fulminarlas. El clima húmedo y caluroso de la región, la vivienda rodeada de árboles, sumadas a la humildad de las habitaciones poco contribuían a una posible mejora. Los mosquitos hacían el resto en aquel delicioso paraje.

Comenzaron blanqueando las paredes, desinfectando los dormitorios, comprando una garrafa y suficiente mercadería como para poder vivir allí. No había heladera, el barrio era un suburbio de pequeñas casitas delimitadas por alambrados perimetrales, calles de tierra y veredas con yuyos. Por las noches un concierto de perros ahullantes y una tenue luz bamboleandose en las esquinas, siempre y cuando los muchachitos no hallan practicado puntería con sus gomeras destruyendo los focos.

Fue en forma repentina que llegó la enfermedad: G. ni siquiera había cursado un mes de su carrera universitaria y poco a poco fue quedando aislado en aquella precaria casita de Fisherton.
Con la incomodidad reinante Nino empezó a pasar largos tiempos en su casa familiar. De momento el sitio se estaba perfilando como un reducto donde caían a descontrolar los fines de semana el hermano de Nino y sus amistades.
Allí G. descubrió que tenía hepatitis, y que esta era imparable, ya su cuerpo contaminado daba muestras ello. La novedad condujo a un inmediato desbande... y la cuarentena lo dejó solo.

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