Llegando a la instancia final de su enfermedad y necesitando acercarse hasta el hospital de Rosario para los últimos chequeos medicos, fue recibido en casa de Diego, quien le cedió un pequeño cuarto de servicio en el que reposar.
Desde su camastro una y otra vez recorría con la mirada esa extraña biblioteca. Entonces pensó: Qué extraña pieza de relojería es la humanidad, hasta que punto puede llegar el arte de simular: hete aquí una enorme biblioteca de vanalidades. Quién la observe sin prestar atención a los detalles podría pensar que el nivel de instrucción de su dueño es amplio. Y sin embargo, da lo mismo estos libros amontonados que llenar los anaqueles con muñequitos de cerámica y flores de plástico, apenas se trata de un decorado.
No significaba esto un acto de ingratitud hacia las personas que lo hospedaban en aquel difícil trance de su enfermedad, simplemente que, siendo un lector apasionado no podía entender ese pésimo gusto literario.
Sin embargo, de aquella aparente anti-biblioteca surgiría una sorpresa en los minutos finales, previos a la definitiva partida de G. de la ciudad de Rosario.
Quizás el hecho de no poder dar crédito a tanta cantidad de libros sin valor intelectual alguno, tal vez a causa de su empecinamiento, G. seguía hurgando hasta lo imposible entre los anaqueles. Entonces descubrió algo insólito.
Siempre que se topaba con una biblioteca al visitar una casa, a continuación del primer vistazo, él practicaba el rito de pasar las yemas de sus dedos sobre el lomo de los ejemplares, con los ojos cerrados, sintiéndo la energía de los libros.
Podría decirse entonces, que en pleno ejercicio de esa acción, en aquel cuarto de la despedida y faltando apenas algunos instántes para tomar el micro hacia Mar del Plata, G. se topó inesperadamente con un Tratado de Magia Blanca.
¿Cómo no la había descubierto hasta entonces?. Dada el escazo tiempo que le quedaba apenas pudo hojear dicho libro, optando entonces por elegir una página al azar, leyó con avidez y allí decía lo siguiente: "Todas las enfermedades se producen por un desequilibrio entre cuerpo y espíritu, esto se dá como manifestación de una guerra interna, a la que de otra forma no se le prestaría la atención necesaria".
Con esta breve lectura G. partió de Rosario, sitio al que no regresaría jamás, ni siquiera en cartas ni tampoco en sus sueños.
No es que la lectura de esa página revelase algo inimaginado. No fue tampoco el hecho de que ese libro abriese una certeza inaudita. Más bien, lo significativo resultó entonces la forma de hallarlo (con los ojos cerrados y a fuerza de intuición) en medio de una colección absurda, justamente un tratado de magia blanca y en esos últimos minutos. Y que además hablase de enfermedad y desequilibrios emocionales.
Aquello era para él lo verdaderamente impresionante.
viernes, 12 de febrero de 2010
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