miércoles, 11 de noviembre de 2009

Cruzando un umbral un tanto peligroso:

Esos pasadizos subterráneos por donde el misterio se interconecta,deben tener entradas y salidas camoufladas en varios puntos de la ciudad. Cierta tarde G. había estado observando una antigua puerta ubicada el el pasaje catedral. Discreta y semioculta, en una calleja poco menos que desolada, y en ambos extremos unos portones de hierro de grandes dimensiones, que al atardecer son cerrados con gruesas cadenas.
El nombre de la Catedral también le resultaba significativo: San Pedro -poseedor de la llave de entrada al cielo- y Santa Cecilia, patrona de la ciudad. Nombre que también coincide con el del claustro de monjas. Una pista que nos lleva directo al otro vértice del triángulo (la catedral es la base).
El vértice que completa este territorio es el del Ayuntamiento (pero centrando toda La atención en su antígua biblioteca): concentración del poder político y del conocimiento, ingredientes formativos de cualquier logia: fuerza, poder y cultura, argamasa para solidificar los pilares de un dogma irrevocable.
Pero alli no termina todo... hay otra salida oculta, próxima al claustro, de la que pronto te hablaré.
Aunque debo advertirte que el poder de las potencias de la noche se hará cada vez más opresivo.

La Puerta de entrada de la Catedral tiene un símbolo en uno de sus vitrales: ese gran pez violáceo encapsulado en un útero celestial. Un pez que nada entre el cielo y el fondo de los mares, quién -probablemente- ha dado un salto prodigioso y en el reflejo del cielo sobre el agua transmutó en un viaje eterno y sideral.
Los vitrales de la iglesia producen esa sensación, uno se halla envuelto en esas luces centelleantes, que cambian con los caprichos de las nubes.

Repentinamente, es uno mismo el que se siente en un útero materno, como en un sitio en que los seres indagan sobre el origen de las cosas. Donde se intuye un principio de unidad.
En cambio, el edificio de la loma (el convento) se le reprentaba a G. como un lugar más lúgubre y sombrío.
Sus paredes enmohecidas por el tiempo y cercanía del mar, ayudan a dar esa sensación. Sin embargo, repetía G. cuando hablaba del tema: jamás olvidaré aquella noche, en la que caminando alrededor del edificio, descubrí esos horribles seres del inframundo que ornamentan las canaletas del desague de los techos.
Esos animales repulsivos me vigilaban desde sus aparentes inmóviles perfiles. Sus fauces abiertas advierten, que ellos son guardianes del predio.

¿Qué es peor: el efecto de una catedral oscura, pero real?,
¿O esta otra visionada en sueños, donde las criaturas salen de entre la negrura y se nos presentan en advertencia, vedándonos el paso más allá de esos muros.

G. tenía una manía: la de abrir un libro y consultarlo, como si fuera el I Ching, aunque el texto fuera un ensayo o una novela. En ese momento en su morral llevaba uno de Artaud que al abrirlo al azar profetizó:
"Debe diferenciarse lo oscuro de lo opaco. Lo oscuro es apto para ser iluminado. A lo opaco la luz lo vuelve menos imperceptible, más opaco aún.
Su opuesto está ejemplificado en el poeta verdadero que transitan por lo oscuro, que es la noche sagrada de Holderin.
El falso poeta es el poeta opaco".
Trasladar la sentencia a su situación fue un flechazo: Los muros oscuros y las gárgolas marcan una frontera, que sólo un poeta iluminado podría aclarar.
Luego, en el margen de la página del libro, anotó:
Si el pez que marca la entrada a la iglesia agita su cola repentinamente, será seguramente a causa del destello solar, que se filtra por la nave del templo. Supongo que allí estará la causa. Pero, no puedo decir lo mismo de las bestias exóticas que decoran el claustro de la loma Santa Cecilia. Esas quitan el aliento.

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