miércoles, 5 de mayo de 2010

Verdades Borrachas:

Hay pequeñas cosas que guardamos casi caprichosamente,como tesoros, y ésta carta plena de amor es una de ellas. Con el tiempo uno llega a preguntarse por qué o para qué haber sabido guardar tan bien un papel y no la llave que abría esa puerta, aquella que quedó en el olvido, del otro lado de la frontera, cubierta de niebla.
Frontera tan celosamente erigida y defendida con uñas y dientes...

Pasa el tiempo y ya no se sabe qué hacer con esos recuerdos, podrían estos dormitar en el interior de una caja, hasta volverse amarillentos. Sin embargo, ellos esperan ser rescatados, salvados de sus fatigas, buscando revanchas en las que merecer una mejor suerte.
Son testigos de nuestros pasos por veredas soleadas en tiempos de alegría, recuerdos vueltos antíguos a fuerza de lejanía.Pero que obstinadamente se niegan a perder la fe.

Ahora que ya nada queda - pensaba G.- que ya hemos desandado los pasos de tan dulce entrega, es la nada quien se nos presenta domesticada, reposando como un gato entre los muebles.
En el Morral guardaba esa carta, que servía como señalador del libro que estaba leyendo entonces: "En el país de los Tarahumara".
Un pequeño esfuerzo mental lo llevó entonces a recordar cuándo y dónde había sido el primer encuentro con Ana Inés. Aquella noche en la que bebieron nueve botellas de vino blanco y rieron hasta la madrugada con sus amigos del Petit Lion D'or. Aquella era la dulce etapa conformativa del pequeño grupo artístico comandado por Pablo Enrique.
Ana inés y G. habían logrado en aquella ceremonia etílica, hacer de la risa un idioma común: comunicación primitiva, que rompía en su juventud los límites de cualquier razonamiento.

Chocándose las mesas y acalambrando sus mandíbulas de verdades borrachas, sellaron aquel encuentro vital, potente como pocos, cargado de promesas.
Su aire felino ( Ana Inés podía hacer equilibrio en las cornizas con la gracia de una pantera), su pasión por el arte y el diseño, su destreza mental, calaron hondo en G., atrayendo su atención como el polen de una flor lo hace con las abejas.
Por aquel entonces ella estaba unida en pareja a Ventus, quién vivía en un cuarto de Hotel, apenas a media cuadra de la casa paterna de ella, en las cercanías de la antigua terminal.

Prefirió recordarla así: como esos polos magnéticos que abrieron un canal de sensibilidad, que supo el tiempo ahondar con miradas trasnochadas, en aquellas mesas de café, dónde pasaban sus horas, saliéndose del tiempo ordinario.

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